En el debate educativo contemporáneo, una de las preguntas más urgentes y, a la vez, más incómodas, es qué hacer con los celulares en la escuela. Muchos adultos depositan en niños y adolescentes una capacidad de autorregulación que neurocientíficamente no poseen. Se aplauden discursos que promueven la libertad, la confianza en el criterio individual y la autorregulación como solución, pero olvidamos un dato central: el cerebro adolescente está en construcción, y no puede, por sí solo, resistirse al diseño adictivo de las plataformas digitales.
En nombre de una falsa inclusión o de una pedagogía permisiva, caemos en una trampa: creer que el autocontrol se activa por voluntad pura, sin condiciones. Nos equivocamos.
Un cerebro en obra: ¿por qué no pueden autolimitarse?
La corteza prefrontal, región responsable de funciones como el control inhibitorio, la toma de decisiones, la planificación y la regulación emocional, no alcanza su madurez hasta pasados los 20 años. Es justamente esa área la que permite decir "no", sostener la atención y evaluar las consecuencias de una acción. Esperar que un adolescente logre autorregular el uso del celular en clase es tan ilógico como exigirle a un niño de 6 años que conduzca un auto: simplemente no tiene las herramientas neurológicas para hacerlo con seguridad.
El artículo "Problematic Use of Mobile Phones in Children and Adolescents: A Review" (PMC11479953) respalda esta postura con evidencia contundente. Se ha demostrado que el uso excesivo del celular afecta negativamente el sueño, la atención, la salud mental y el rendimiento académico. Además, se lo vincula con una baja en la capacidad de inhibición, es decir, esa función ejecutiva que nos permite resistir impulsos. ¿Cómo vamos a esperar entonces que un adolescente interrumpa por sí solo el scroll infinito en TikTok para volver a prestar atención a una clase sobre fotosíntesis?
Neuroeducación Volitiva: planificar para liberar
Desde la neuroeducación volitiva, que integra neurociencia, ética y educación emocional, no proponemos una pedagogía represiva, sino una pedagogía intencionada y reguladora. Si sabemos que el cerebro adolescente necesita andamiaje para autorregularse, es nuestra tarea docente diseñar entornos que favorezcan el desarrollo de esa capacidad.
No se trata solo de prohibir por prohibir, sino de planificar con sentido y con firmeza, estableciendo marcos claros, límites saludables y objetivos pedagógicos donde el celular tenga un uso justificado —si es que lo tiene—. En muchos casos, la mejor decisión es su prohibición temporal, no como castigo, sino como protección del proceso de aprendizaje.
Voluntariedad no es sinónimo de libertad absoluta: es la capacidad de dirigir la propia conducta hacia metas valiosas, y eso se aprende en contextos donde hay orden, sentido y acompañamiento emocional. No hay desarrollo de la voluntad sin regulación externa primero. Es decir, primero regulamos desde afuera, luego enseñamos a autorregular desde adentro.
Una escuela que se atreva a decir “no”
Decir “no al celular en clase” no es retroceder. Es una acción pedagógica necesaria para generar condiciones de atención sostenida, aprendizaje profundo y bienestar emocional. Necesitamos menos discursos tibios y más decisiones fundadas.
No es infantilizar a los estudiantes. Es reconocer su etapa vital y ayudarlos a transitarla con el menor daño posible. Creer que los chicos “ya saben” lo que hacen con su celular es, en muchos casos, una forma sofisticada de abandono pedagógico.
Prohibir no es antipedagógico si se hace con criterio. Lo antipedagógico es dejar al azar lo que exige diseño. Por eso, la escuela del presente no debe ser solo la que abra puertas, sino también la que sepa cerrarlas cuando lo que entra pone en riesgo el proceso de aprender.
La otra mitad de la regulación: la familia
Pero la escuela no puede sola. Mientras acompaña la maduración de la corteza prefrontal con propuestas estructuradas y límites claros, la familia debe ser parte activa en la regulación del uso del celular. No alcanza con un discurso general sobre los peligros de la tecnología; se necesita presencia real, supervisión concreta y acuerdos sostenibles dentro del hogar. Padres y madres también tienen que atreverse a decir “no”, a revisar horarios, a modelar hábitos y, sobre todo, a no delegar en la escuela lo que solo puede consolidarse con coherencia entre ambos mundos.
Cuidar el cerebro de los hijos y los estudiantes no es controlar, y educar con límites es educar con amor.
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