La
finalidad de la Educación Secundaria, según lo dispone la Ley de Educación
Nacional (LEN) N° 26.206, es “habilitar a
los adolescentes y jóvenes para el ejercicio pleno de su ciudadanía, para el
trabajo y la continuación de sus estudios”.
Desde el año 2006, cuando se
sanciona la LEN, se establece la obligatoriedad de la Educación Secundaria,
para muchos la gran deuda que el país tenía con la educación.
Si leemos nuevamente los dos
párrafos anteriores, podemos deducir que en este nivel de escolaridad se forma a
los estudiantes para que egresen competentes para la inserción en el mundo
laboral y/o el ingreso a la educación superior, sin mayores inconvenientes.
Pero esto no es así. Al menos no es lo que ocurre con los egresados de los
últimos 10 años.
Un ‘mea culpa’ necesario*
El
Sistema Educativo, quienes lo administran desde oficinas centralizadas; los que
ponemos el cuerpo, la voz y la energía en las aulas y, también, las familias de
nuestros estudiantes (algunos en mayor medida que otros) hemos caído en las
redes del facilismo y la lástima. Nos hicieron creer que le hacíamos un mal al
niño/adolescente si le exigíamos; nos acusaron de no mirar ni comprender el
contexto familiar y social; nos pidieron (y piden) que los aprobemos aún sin
que demuestren aprendizajes.
Durante
muchos años creímos en este "cambio de paradigma", sabiendo que llevaría
tiempo ver sus resultados. Ahora los tenemos a la vista: padres (o jefes de
hogar) que no pueden acompañar a los chicos en su escolaridad, o, incluso, a
los que no les importa que estén escolarizados. Estudiantes en secundaria que
no tienen adquiridos conocimientos ni herramientas básicas: no saben las
tablas; confunden longitud con perímetro y superficie; no conocen las unidades
de medida; redactan sin riqueza de vocabulario, empleando mal los signos de
puntuación y con errores de ortografía que arrastran por no haber sido
corregidos; entre otras carencias.
A lo largo de las últimas décadas,
sobre todo después de la obligatoriedad de la secundaria, los funcionarios de
las carteras educativas se ocuparon de vigilar las estadísticas más que la
calidad educativa. Era importantísimo (y en esta gestión lo sigue siendo) que
mejorasen los índices de ingreso y permanencia en el nivel, sin importar el
costo.
¿Y el
egreso? El egreso se transformó en un regalo universal por haber asistido (o
haberse presentado a algunas clases) durante los 14 años de escolaridad que
establece la Ley.
‘Requisito excluyente:
secundario completo’
Nos dedicamos tanto a tratar de
comprender el contexto familiar, a protegerlos ante tanta vulnerabilidad que
llegamos al punto de decir “necesita el título secundario para poder encontrar
trabajo” … y ahí salía el papelito certificando algo que no era cierto. Pero,
así, nuestros estudiantes tenían el ‘secundario completo’ que se exigía para
conseguir tal puesto en la fábrica o el supermercado.
Con el pasar de los años, la
degradación de la calidad fue en aumento y ese papelito figurativo comenzó a
perder validez en el mercado laboral, ya que los jóvenes no solo salían con
menos competencias y conocimientos, sino que a esta altura no cuentan con
hábitos básicos como “puntualidad y prolijidad”.
Urge cambiar el curso de la educación,
virar el timón y fortalecer la enseñanza de competencias necesarias para
cumplir con lo dispuesto en la LEN; formarlos íntegramente supone darles todas
las herramientas sociales, académicas y para la inserción laboral.
Dejemos
de lado la hipocresía de pedir ‘título secundario’ y al mismo tiempo rechazar
la exigencia académica.
¿Y ahora qué
hacemos?
A título personal, considero que lo
primero que tiene que suceder es que la sociedad, toda, acompañe un proceso de
transformación en el que la exigencia y la evaluación sean vistos, al menos,
como un ‘mal necesario’ y no como instancias de estigmatización del estudiante.
De hecho, el acompañamiento a los docentes (o al sistema educativo) debería
provenir de los mismos que exigen evaluación docente.
El cambio de paradigma debe comenzar
con la revalorización de la función
docente, la reivindicación de la educación como herramienta de transformación
personal y social. Si esto no ocurre ningún modelo o plan educativo va a
llegar a buen puerto.
Lo segundo que debería pasar es que
quienes hacemos a ‘la escuela’ comprendamos que, por ahora y durante algunos
años, la familia no va a ser esa primera institución educadora, ni va a poder
acompañar como quisiéramos el proceso de escolarización de nuestros
estudiantes.
En un
país con el 40% de las familias pobres (INDEC, marzo 2023), donde 2 de cada 3
niños “son pobres o están privados de derechos básicos” (UNICEF, febrero 2023),
y en el cual el nivel de consumo problemático de sustancias psicoactivas nos
ubica como el segundo país de América Latina (UCA, junio 2023); es imperante el abordaje
interdisciplinario, interministerial y profundo de la educación y el desarrollo
humano (e irrisorio pensar que los adultos puedan acompañar y educar).
Los
gobiernos que asuman en diciembre en cada una de las jurisdicciones y a nivel
nacional, tienen la inmensa responsabilidad de implementar un plan de educación
a largo plazo (mínimo 14 años), desligado de banderas partidarias, posible de
ser sostenido por cualquier otra administración y pensado íntegramente como
estrategia de reconstrucción social.
Y
nosotros, los ciudadanos, tenemos la inmensa responsabilidad de exigir a los
gobernantes, de interiorizarnos sobre las medidas y programas, de controlar la
implementación y supervisión. Está en nuestras manos no aceptar más
“parches” que simulen ser beneficiosos y terminen perjudicando cada vez más a
nuestros jóvenes.
*redacto en tercera persona del plural, haciéndonos
parte a todos los docentes de este fracaso por el simple hecho de pertenecer a
este sistema y por la responsabilidad de no habernos rebelado antes; por acatar
sumisos lo que llegaba en las disposiciones ministeriales. Muchos son los
colegas que dentro del aula no bajan los brazos y dan batalla a este
vaciamiento.
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